Era el 2 de febrero de 2006, una fecha que quedará grabada para siempre en mi memoria como el día en que «morí». Durante mi estado de coma fui totalmente consciente de todo lo que estaba pasando a mi alrededor; también de la sensación de urgencia e histeria emocional de mi familia mientras me trasladaban al hospital.
Cuando llegamos, en el mismo momento en que la oncóloga me vio, su cara mostró claramente la gravedad de la situación.
—Puede que el corazón de su mujer siga latiendo —le dijo a mi esposo, Danny—, pero ella ya no está aquí. Es demasiado tarde para salvarla.
«¿De qué está hablando la doctora? —me pregunté—. No me he sentido mejor en mi vida! ¿Y por qué mi madre y Danny parecen tan asustados y preocupados? Mamá, no llores. ¿Qué ocurre? ¿Estás llorando por mí? No te preocupes. Estoy bien, de verdad, mamá, lo estoy!»
Pensaba que estaba diciendo esas palabras en voz alta, pero ningún sonido salía de mi boca. No tenía voz. Quería abrazar a mi madre, reconfortarla y asegurarle que estaba bien, y no comprendía por qué no podía hacerlo. ¿Por qué no estaba cooperando mi cuerpo? ¿Por qué estaba allí tumbado, inerte, cuando lo que quería hacer era abrazar a mi marido y a mi madre, y decirles que estaba bien y que ya no sentía dolor?
«Mira, Danny, puedo moverme sin necesidad de utilizar la silla de ruedas. Es fantástico! Ya no tengo que estar conectada a la bombona de oxígeno. Oh, mira, puedo respirar y han desaparecido las lesiones que tenía en la piel. Ya no lloro ni tengo dolores. Tras cuatro agónicos años, por fin estoy curada.»
Estaba a punto de explotar de puro júbilo y felicidad. Finalmente había podido librarme del dolor que me causaba ese cáncer que devastaba mi cuerpo. Quería que se alegraran por mí. ¿Por qué no estaban celebrando que mi lucha y la suya por fin habían terminado? ¿Por qué no compartían mi felicidad? ¿No podían ver la gran alegría que sentía?
Mi marido me cogió la mano inerte con fuerza mientras yo seguía tumbada, y pude notar la combinación de angustia e impotencia que había en su voz. Lo que más deseaba en ese momento era aliviarle el sufrimiento. Quería que supiera que me sentía maravillosamente, pero no podía transmitírselo de ninguna forma.
«Siento tu dolor, cariño. Siento todas tus emociones. No llores por mí, por favor, y dile a mamá que no llore tampoco. Díselo, por favor.»
Pero a la vez que me sentía emocionalmente vinculada con lo que estaba sucediendo a mi alrededor, también sentía que me alejaba, como si hubiera una imagen más amplia, un plan más grande que se estuviera desplegando ante mí y del que yo tenía que ser consciente. Sentí que mi vinculación con aquella escena iba disminuyendo, a la vez que empezaba a darme cuenta de que todo era perfecto y que estaba yendo de acuerdo a un plan que encajaba en un tapiz mayor.
Fue entonces cuando entendí que me estaba muriendo. «Oh, me muero... ¿Es así como se siente? No es como lo había imaginado. Me siento tan en paz y en calma... Y me siento curada por fin.» Y entonces comprendí que aunque mi cuerpo físico se detuviera, todo seguiría siendo perfecto en el gran tapiz de la vida, porque nunca morimos del todo. Continué siendo perfectamente consciente de todos los detalles de lo que ocurría a mi alrededor mientras el personal del hospital llevaba mi cuerpo casi sin vida a la unidad de cuidados intensivos. Después los asistentes me rodearon rápidamente y empezaron a conectarme a varias máquinas mientras me introducían agujas y tubos.
No me sentía vinculada con mi cuerpo inerte allí tumbado, en la cama del hospital. No me parecía que fuera mi cuerpo. Parecía demasiado pequeño e insignificante para albergar lo que estaba experimentando. Me sentía libre y grande. Todos los dolores, tristezas y penas habían desaparecido. Sentía que había dejado atrás cualquier carga. No recuerdo haberme sentido así nunca, jamás.
Entonces tuve la sensación de estar rodeada por algo que solo puedo describir como amor puro e incondicional; pero la palabra «amor» no le hace justicia a aquella sensación: era el afecto más profundo que he experimentado en la vida. Iba más allá de cualquier forma de cariño que hubiera imaginado, y era incondicional; era mío independientemente de cualquier cosa que hubiera hecho. No tenía que hacer nada ni comportarme de ninguna forma para merecerlo. Ese amor era para mí, hiciera lo que hiciera. Me sentí bañada y renovada por esa energía amorosa, y ella me llenó de un sentimiento de pertenencia. Después de años de lucha, dolor, ansiedad y miedo, al fin había llegado a casa..."
Anita Moorjani - "Morir para ser yo"