sábado, 30 de noviembre de 2013




LA SOLEDAD DEL CUIDADOR


Son muchas las instancias en las que el cuidador no profesional se siente solo, abandonado, desamparado. Son muchos los momentos en los que nos vemos olvidados; en los que nos hallamos librando una batalla cuerpo a cuerpo contra una enfermedad en solitario sin poder contar con un apoyo, con una mano amiga o familiar que nos ayude a levantarnos y nos haga este combate más llevadero. Son demasiadas las ocasiones en las que nos creemos aislados, perdidos, ignorados por el entorno más cercano y por la sociedad; en las que nos encontramos librando una contienda individual, sin ser capaces de percibir el respaldo de otras espadas que se unan a las nuestras.

La soledad del cuidador es una realidad de la que muchos y muchas no podemos escapar. Y duele, duele demasiado. Pero como héroes que somos, como guerreros del amor y de la luz en los que nos hemos convertido, continuamos hasta el final de esta guerra aún a sabiendas de que, llegado un punto, la perderemos.

Los cuidadores anónimos que hemos sido arrojados a la pista de este circo llamado Alzheimer, debemos aprender a dominar las situaciones ante las cuales la enfermedad nos enfrenta. Tenemos que habituarnos a hacer de equilibristas, malabaristas, contorsionistas, domadores, payasos y maestros de ceremonias; a transformarnos en todo aquello que el Alzheimer nos exija, por el bien de nuestros seres queridos. No nos queda otro remedio.

Necesitamos ser apoyados, respaldados, entendidos. Necesitamos que se nos pregunte cómo estamos y en qué se nos puede asistir. Por desgracia, eso no sucede con tanta naturalidad como nos gustaría que así fuese.

¡Qué solos nos llegamos a sentir en tantas y tantas ocasiones! ¡Qué perdidos estamos! ¡Que tristes, cansados y derrotados nos vemos! ¡Cuánta colaboración y asistencia llegamos a desear! ¡Cuánto gritamos en silencio!

Las asociaciones de familiares de Alzheimer son un gran punto de apoyo, una enorme bolsa de aire dispuesta a hacernos esa entrecortada respiración un poco más liviana. Pero la mayoría de nosotros no acudimos a ellas: erróneamente pensamos que no las necesitamos. Nuestras familias se desentienden ante numerosas situaciones. La sociedad no nos conoce, apenas se interesa por nuestra figura o entiende nuestra labor: una tarea dura, penosa y cruel.

Pero nos acostumbramos a vivir en la sombra de los enfermos. Ellos son la imagen más visible y reconocible de este mal. Nosotros parecemos meros asistentes. Lo asumimos, sí. Pero, ¿quién cuida de nosotros o se preocupa por nuestro bienestar?

¿Cuándo llegará el día en que dejemos de sentirnos solos y de ser las amordazadas víctimas de una enfermedad que no acaba tan solo con aquel o aquella que la padece, sino con nosotros también?


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